Es muy duro, pasar de hablar cada día con una persona a no saber nada de ella. Es muy, muy duro, esperar sus buenos días, su risa, sus audios, cualquier palabra que quisiera compartir conmigo. Qué difícil es pasar de todo a nada en un segundo. Es una décima de segundo, cuando sabes que ya todo ha terminado y te giras para marcharte, cuando sabes que es definitivo. Cuando no puedes parar para volver a mirar a esa persona porque caerás de nuevo y correrás a sus brazos, buscando ese abrazo que tantas veces te ha salvado, su olor familiar que te acompaña en sueños, su tacto suave y seguro, sus besos que ya eran hogar. Qué duro es dar media vuelta, seguir andando, sabiendo que quizá dejas atrás un amor que querías, que te hacía sentir bien, que te llenaba por dentro.
Pero que no te convenía.
Hoy he escuchado el sonido que avisaba de tu mensaje y un escalofrío ha recorrido todo mi cuerpo. Mi corazón se ha parado esa décima de segundo en la que me giraba para no volverte a ver, inesperada, anhelante. Tan duro el adiós, tan difícil el silencio, que he imaginado que volvías a decirme buenos días, como si nada hubiese ocurrido.
Como si en esa décima de segundo, tú hubieras corrido hacia mí, me hubieras cogido del brazo y girado para no dejarme escapar, para luchar por lo más hermoso que puede unir a dos personas, para arriesgarte a vivir una aventura sin ataduras, sin fecha de caducidad, sin pretensiones. Para estar estar conmigo.
Pero en esa décima de segundo en la que imaginaba que todo volvía a la normalidad, apagué el móvil, cerré los ojos y recordé que para arriesgarse hay que ser valiente y mostrarse sin armadura. Pero tú preferiste plantarte y echar a andar hacia el lado contrario al mío, con todas tus defensas en alto, con tu armadura intacta.
Y en esa décima de segundo pudieron pasar tantas cosas… tantas cosas…